Los ritos - Abelardo Castillo
Dice que está escapando del suicidio -dice-. Empeña la máquina de escribir y se va para San Pedro a pasar algunos días de verano. Ahí conoce a María Fernanda, la esposa de un bioquímico aburridísimo y burgués, con quien mantiene una relación un tanto superficial. Sus encuentros duran hasta que la agobia de tanto contarle la historia de Virginia, la mujer que inexplicablemente lo enamoró, lo abandonó y lo dejó con el orgullo herido, una Remington empeñada y un pasaje en tren para su pueblo.
Es casi imposible no relacionar al personaje principal con el propio autor. Por empezar, el texto está situado (y escrito) en los sesenta. El contexto se filtra desde la ambientación que pareciera situar al lector en una canción de Sui Generis, hasta el lenguaje epocal en el que los diálogos se manejan en términos de marxismo, revolución, alienación y condición humana, con la misma naturalidad con la que hoy hablaríamos de inflación y del Papa Francisco.
A su vez, el cuento mantiene un diálogo estilístico con Rayuela, novela por antonomasia de la década, cuando por ejemplo el personaje narra con cierta ternura los encuentros fortuitos con Virginia, lo días interminables en su cuarto de pensión, haciendo el amor y escribiendo, observándola desnuda con su camisa puesta, viendo cómo llega hasta su puerta atesorando una hoja de árbol así como la Maga atesoró ese paraguas viejo que después murió y enterró en el Parc Montsouris. La bohemia con ruido a lluvia suave y gusto a mate lavado cebado en cuartuchos miserables. No dura mucho en Los Ritos, en seguida interrumpe la acidez del personaje que mientras mira el retrato de Virginia dibujado a lápiz una tarde de otoño, manda a todas las mujeres a la puta que las parió.
Pero volvamos a la época: Castillos en los sesenta estaba transitando el camino que lo llevaría de “El grillo de papel”, revista prohibida por el gobierno de Frondizi a “El escarabajo de oro”, publicación rotundamente de izquierda que supo hacerse transparente a las ebulliciones sociales del momento y que se convirtió en la revista literaria más importante de su tiempo. Castillos en los sesenta era, como el personaje principal, un intelectual de izquierda.
Y acá viene la parte más interesante, porque el perfil del personaje está narrado en tono de burla, de sátira. Si hasta María Fernanda le dice que adora a los intelectuales de izquierda y sobre todo, si como él, no se diferencian en nada del resto.
La banalización del discurso revolucionario es llevada hasta el paroxismo cuando el personaje lo utiliza como herramienta de seducción hacia esa pueblerina socialmente acomodada. Y lo peor es que funciona.
A su vez, Virginia, su Virginia, es tratada con desprecio en su condición de clase: la verbaliza sin ningún pudor como una “verdulerita”, una ignorante, un ser humano inferior que nació para convertirse en una gorda con olor a caca de pañales, una persona alejada años luz de él que aborda conceptos como “Weltanschauung”, palabra que ella ni siquiera puede pronunciar. El revolucionario denigrando a las clases populares. La contradicción ideológica hecha carne.
Finalmente queda en evidencia que es sólo un despechado, con su orgullo de hombre y de clase heridos que juega con la idea del suicidio pero en realidad sólo quiere escapar del fantasma de Virginia que lo persigue en su cuarto, en su camisa, y sobre todo en esos figurines que ella fue recogiendo y acomodando en su biblioteca con un orden estético impecable y a veces hasta erótico.
Castillos se escribe a si mismo y describe a los intelectuales de su contexto en clave de crítica feroz, dejando al descubierto la hipocresía del discurso que no se condice con los actos, la miseria de la pose inauténtica y pedante adoptada por ese círculo social. La vigencia de sus palabras no deja de ser sorprendente.

Una de extraterrestres

El gordo Rojas, acodado contra la mesada de la cocina impecable y sin revoque, le explica a su mujer el argumento de la obra de teatro que están preparando bajo el liderazgo de Julio Arrieta. Resulta que en un planeta lejano dos razas de extraterrestres se enfrentaron en guerra durante tal cantidad de tiempo que dejaron su hábitat destruido; tanto así que ahora viajan por la galaxia en busca de un nuevo mundo: nuestra tierra. La mujer, concentrada en picar cebolla, ni lo mira al gordo Rojas que, mientras chupa un mate con vehemencia, le cuenta la trama con la misma seriedad con la que Nelson Castro habla del caso Ciccone.
El guión de la obra fue redactado en una noche febril por Julio, quien entresueños tuvo una especie de epifanía y en un shock de inspiración no pudo detener sus dedos sobre la máquina de escribir, esa máquina de mierda, que tantos reproches le suscitan a Esther, su esposa, más preocupada en pagar la deuda del almacén que por los arrebatos artísticos de su marido.
En El nexo, ópera prima de Sebastián Antico, la realidad y la ficción se retroalimentan en varios niveles: por un lado, el proyecto teatral de Julio termina volviéndose realidad cuando la Tierra es invadida por alienígenas, tal como lo había vaticinado en clave de ficción. Por el otro, Julio Arrieta, fallecido en 2011, tuvo a su cargo un grupo de teatro y de producción cinematográfica en la Villa 21 de Barracas. Junto a Antico comenzaron este proyecto allá por el 2001 con la realización de un corto homónimo, basado en un cuento de Julio, que culminó con el largometraje en 2007, el cual recién pudo ser estrenado en los espacios Incaa en junio de este año.
Tanto el rodaje como el elenco pertenecen en su mayoría a la Villa 21. Pero, por fin, el foco no está puesto en la marginalidad como un tour por la pobreza, sino que por el contrario, tanto los paisajes como los personajes se dan como un todo natural y no como una exterioridad que haya que destacar. Si hay otredad en El nexo, es la de los invasores espaciales a quienes desde los barrios más pobres de la Capital Federal se les ofrece resistencia; una batalla engendrada en la única arma letal capaz de derrotar a los extraterrestres: el barro podrido del riachuelo.
La película contó con bajo presupuesto, lo cual, es doblemente meritorio al tratarse de un film de ciencia ficción. La tensión se filtra sin efectos especiales a través de la hendija de una ventana por la que empieza a traspasar una luz amarilla o con el cuadro desteñido de Perón y Evita que se estremece mientras la banda sonora acompaña con el mismo efectismo que una composición de John Williams. El humo de los extraterrestres, que destruye a los seres humanos, se emula a partir de la niebla de un día cualquiera sobre los techos de chapa de la villa.
Los planos, a su vez, responden a una estética cuidada en la que los objetos y los colores tienen un rol principal. La ropa tendida en la terraza contrasta con el cielo asemejándose a una postal de caminito, el telescopio que Julio utiliza para estudiar el espacio y que Esther reprocha que lo hace para espiar a su vecina, mantiene una relación directa con el motor galáctico que devendrá en nave espacial.
Párrafo aparte merecen las imágenes en 3D de los viajes por el universo que, si bien no son como aquella inmensidad que Cuarón retrató en Gravity, tampoco tienen nada que envidiarle a un video clip de Gorillaz o Daft Punk. El ingenio también queda demostrado en el vestuario de los invasores, que a primera vista parecieran una tropa del Ku Klux Clan con botas plateadas y que en medio de los pasillos ensayan una coreografía que se sumerge en el absurdo.
Es que en El Nexo los géneros se entrecruzan entre la ciencia ficción y la comedia. Esta última en su estado más puro a través de los diálogos de pareja en donde lo femenino aparece como lo pragmático y lo masculino linda con el delirio, Julio que le explica a su mujer que el arte es como la mente y por lo tanto no descansa, y ella con la frazada hasta el cuello le escupe una diatriba que implica chicos, escuela, plata y horarios.
La dualidad es indiscutible: a lo largo de toda la película lo disparatado se hace presente con su posterior efecto risible, y por momentos, se juega el dramatismo con imágenes de archivo de revueltas sociales que simulan el caos posterior a la llegada de los extraterrestres.
Sin pisar el terreno de lo solemne, es imposible no transmutar la resistencia de las villas desde la lucha contra los extraterrestres hacia una batalla más mundana y concreta. Más aún si se tiene conocimiento del derrotero militante de Arrieta, quien sostenía que la cultura tal vez no los llevaría al paraíso, pero que de todas formas, al infierno ya lo conocían.
Es así que la lucha de El Nexo se da contra el mal llamado sentido común: los villeros no están perdidos en el paco ni saliendo a delinquir, sino que se encargan de salvar a la raza humana del apocalipsis, abrazando el barro de la resistencia.